domingo, 20 de noviembre de 2011

Ese violín que nunca aprendemos a tocar.

A veces la vida nos va a llevando puestos y nos arrea a lo largo del tiempo, como una tormenta, sin que medie pretexto ni aparezca destino... así las cosas. Pero estoy de vuelta.

Conmigo, demás está decirlo, en estos días, meses, casi años, fue al paso o al trote por el camino que me tocó, la palabra, escrita y encuadernada. Hombres y mujeres cercanos o lejanos, que me pusieron a mano puertas y ventanas para que el bambolearse del viaje no fuera tan tremendo, tan solitario, tan irreversible.



Les cuento que me andaba buscando Juan Gelman. Aunque obviamente, el hombre que ese nombre nombra no lo sabe, me andaba buscando. Me llamaba desde los estantes de librería y desde los titulares de los diarios. Me llamaba su palabra intensa y su paciencia militante. Me urgía su sabida y entrevista poesía, y su humana búsqueda de justicia, de respuesta pacificadora para su corazón, amputado por un pliegue feroz e imperdonable de la historia, esa historia menor y brutal que escribimos los hombres, y que rellena los resquicios de la Historia con nombres y apellidos, víctimas y victimarios, luces y abismos que cuesta entender sin aceptar los extremos impensados de las almas humanas. Así son las cosas, la poesía suele ser una compañía muy generosa, ya que solamente nos pide momentos, no siempre largas lecturas, y a cambio nos regala lucideces, aprehensiones, sorpresas, calideces, miradas y entrevisiones. Y la poesía, si el poeta la sabe acompañar, además, le estira las fronteras al idioma, le rompe las jaulas, le corta las cadenas de la academia y la costumbre; así, sin más, lo vuelve nuevo.
Un libro de poesía, amigos del camino, hace más corto el tedio de un viaje en colectivo, tranquiliza la espera de la consulta médica, ilumina mejor los rincones alejados de las ventanas de la casa, armoniza diferente algún sonido cotidiano, y muestra el mundo con colores imprevistos.
Y les decía que don Juan me andaba buscando... y bueno, me encontró. Me encontró en otra de esas ediciones económicas de los diarios, esas que pueblan de pueblo mi biblioteca, como dije alguna vez, quizá con otras palabras. Y la riada de esta vida imprevisible, me trajo “Violín y otras cuestiones”, publicado originalmente en el año 1956, cuando el país, y el mundo, eran otros. Cuando se resquebrajaba el “Estado de Bienestar”, cuando los rincones del mundo estaban preñados de Revolución, cuando la Guerra Fría, cuando el fin del sueño peronista, cuando los hombres empezaron a soñar con volver a ser hombres...
¿Por qué apelo a este caleidoscopio seudo historiográfico?. Porque ese violín que Juan Gelman pone como un lunar de familia en muchos de los poemas de este libro, es ese violín difícil de tocar, técnicamente inaccesible para la mayoría, pero mágico compañero del virtuoso y del pueblo, ese violín paganini, ese violín chacarera, ese violín de canción de amor o de sonoridad de clarín... Ese corazón musical que todos tenemos y cuyo instrumento primordial es el cuerpo mismo, ese cuerpo que sangra y ama, lucha y muere, vive y da vida... porque ese hombre que es todos los hombres, también es difícil de tocar, difícil de aprender, y difícil de domeñar de tanta cuerda que puede sonar. Y a ese hombre le canta Juan Gelman, o juan, con minúsculas, como el mismo se llama en su verso, y en sus poemas de palabra simple, y de metáfora sorpresiva, le saca lo áspero a lo cotidiano, y lo vuelve luminoso, dolorosamente visible a la luz del oficio del poeta.
Decía Borges, viejo cabrón, que “La poesía es conspiración hecha por hombres de buena voluntad para honrar el mundo...Las palabras casi invisibles se manifiestan al ser favorecidas por ellos [los poetas]. Pasan años y, un amanecer o una tarde, por obra de su colectiva refacción verbal de las cosas, los hombres caminan por una tierra ya poetizada... Los objetos y las palabras que los marcan, alcanzaron divinidad. La poesía ha recabado su fin”.

Gracias, Juan Gelman, por sacar divinidad del barro de un mundo de almas casi siempre desoladas.

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